Meridiano de sangre
"...pero cuando Dios creó al hombre, el diablo estaba a su lado. " 1849. Una banda de irreconocibles blancos son contratados por el gobernador de Chihuahua para dar buena cuenta de las tribus apaches que asolan el país. Al frente, John Joel Glanton y el desconcertante juez Holden; el resto, un puñado de salvajes y asesinos que buscan oro, mujeres y cabelleras de indios.
La voracidad de los blancos les lleva, una vez rendidos todos los honores y cobrada la recompensa, a perpetrar las mismas animaladas con los mejicanos, dando lugar a una persecución en donde todo es huir y matar.
Su itinerario por el desierto en busca de indios y mejicanos se convierte en una delirante recreación de un paisaje y de una geografía descritos y narrados al son de una épica digna de los mejores personajes clásicos. Un paisaje duro, de una geología complicada acorde con los personajes que por él transitan. Un escenario en donde solo es posible el más brutal salvajismo y violencia y que acaba constituyéndose en la más pura geografía del mal.
Estas son las reglas en ese estado de naturaleza perfectamente explicado por el inmenso, física y literariamente, juez Holden cuando exclama: ” ¡La Guerra es Dios!”.
Entre partida y partida, masacre y masacre los hombres de Glanton ven los restos de poblados y aldeas arrasados por los apaches, de antiquísimas civilizaciones milenarias devoradas por otras más recientes, de cadáveres y osamentas de animales y seres humanos y son protagonistas de un paisaje primordial que es descrito, narrado y comparado con una fuerza mayor conforme avanza el relato.
Mención aparte merece la figura del juez Holden; la gran figura que domina toda la narración y alrededor de la cual todos bailan, como brillantemente queda ilustrado en las últimas páginas de la novela.
Sus comentarios oscuros y sus crípticos discursos sobre el hombre, las civilizaciones, la geología, la guerra… completamente desnudo y en medio del desierto acentúan esa creciente sensación en el lector de que el juez es algo más que un juez.
Solo dos personajes le llegan a reconocer como lo que realmente ellos creen que es pero que el autor nunca desvela de forma explícita.
Juez, arqueólogo, políglota, filósofo… o “pastelero del infierno” como le retrata el ex cura Tobin, cuando le cuenta al muchacho, el otro personaje que vertebra el principio y final de la novela, la historia de la aparición del juez al grupo de Glanton y de como este les salva de ser aniquilados por los indios.
Novela épica, con la narración y descripción de un terrible paisaje omnipresente, con personajes instalados en la más profunda barbarie y con un juez que dice que nunca morirá.
Fondo y forma, gótico y barroco, se conjugan para ofrecer una obra de arte que exije un cierto esfuerzo al lector, una nimiedad si se evalúa la magnitud de la recompensa. El dominio que ejerce el escritor sobre el lenguaje irradia puro talento en todas sus facetas, ninguna fácil, ya que McCarthy ha construido con los años un estilo propio, desde el inconformismo y la experimentación, que glorifica y vulnera las normas narrativas establecidas a partes iguales. Como sus personajes, el escritor ha forjado su carrera en la búsqueda de nuevos horizontes, y es en esta novela, más que en el resto de sus incontestables obras (principalmente Sutree y las que componen la Trilogía de la Frontera) donde todas las fuerzas confluyen para producir un diamante de imposible belleza.
Los recursos que utiliza el autor podrían servir para elaborar un tratado de construcción literaria. Los diálogos, imbricados en la narración, carecen de signatura propia, se aparean con la acción de forma que los personajes se suman al paisaje, protagonista mayestático del libro. Las frases cortas, aceradas como cuchillos, potencian la acción cuando ésta es necesaria. Como contrapunto, las descripciones cuentan con un sofisticado andamiaje y con un vocabulario tan vasto como la tierra que fotografían. Esa construcción peculiar produce una sensación de exótica coreografía en frases y párrafos, rara característica en una prosa tan densa, tan compacta. El uso de los tiempos verbales escapa también de la norma, pues presente, pretérito y futuro se suceden sin solución de continuidad. Las númerosas metáforas y comparaciones se suman al tenebrismo de la historia para aportar una oscuridad tan terrenal como metafísica.
"Los carroñeros ocupaban los ángulos superiores de las casas con sus alas extendidas en posturas de exhortación como pequeños obispos oscuros."
Esta recreación del pasado salvaje está diseñada como una suerte de bildungsroman perverso. El adolescente protagonista, al que sólo se conoce como "el chaval"(2), recorre el camino del aprendizaje del horror desde una actitud cercana al autismo, aunque con los ojos bien abiertos. Su presencia ejerce de cámara objetiva con la que el lector puede observar desde fuera a Glanton, a sus hombres y al juez, y, sobre todo, admirar el desolado paisaje. Eso permite un distanciamiento con respecto a los personajes que enriquece la perspectiva y que, ante lo depravado de sus actos, se revela incluso saludable. Los horrores con que se topa el chaval se multiplican tras el cruce de la frontera, a la que llega tras un largo viaje por un desierto terrible y fascinante, un paisaje sobrenatural tras el cual se encuentra un país que bien podría ser el infierno mismo.
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