James Ellroy- El gran desierto
James Ellroy: Perros y pistolas
Nada más lejos de mi intención que querer desmerecer a los Cain, Goodis, MacDonald o Leonards que en este mundo han sido, pero a estas alturas parece indiscutible que los pilares fundamentales sobre los que se asienta la novela negra americana, esos autores imprescindibles para la evolución de un género que indudablemente no habría sido el mismo sin ellos, son cuatro y cuatro exclusivamente: Dashiell Hammet, Raymond Chandler, Jim Thompson y... James Ellroy.
La infancia del futuro escritor, nacido el 4 de marzo de 1948 en Los Ángeles, California, no fue fácil. A los seis años sus padres se separaron, y a los diez, su madre, Geneva Hilliker Ellroy, una enfermera alcohólica y algo promiscua, fue asesinada. Su cuerpo fue hallado el 22 de junio de 1958 cerca de una escuela local envuelto en un abrigo y escondido entre unos arbustos. El crimen quedó sin resolver y, aunque Ellroy afirma que el hecho en sí no fue traumático sino más bien liberador («El asesinato no fue una pesadilla, sino algo que transformé en algo bueno y útil desde muy pronto»), despertó en él una oscura obsesión por el crimen. James se trasladó a casa de su padre, «que era un señor encantador de unos sesenta años que se dedicaba básicamente a perseguir mujeres y a jactarse de que una vez se había tirado a Rita Hayworth cuando trabajaba como su agente artístico», y comenzó a devorar novelas policiacas. A los once años, su padre le regaló un libro con el resumen del nunca resuelto caso de la Dalia Negra —nombre con el que la prensa bautizó a la joven que había aparecido mutilada y partida en dos en un solar de Los Angeles en 1947—, catapultando su obsesión a niveles estratosféricos. El asesinato de la Dalia y el de su madre quedaron asociados en su cerebro y el objetivo de su vida se convirtió en entender el comportamiento criminal y, más concretamente, el psicosexual; en saber quién y por qué había sido capaz de hacerle aquello a otra persona.
Ellroy se convirtió en un voyeur que entraba en casas ajenas para ver la tele y robaba en los supermercados. Siendo un WASP que acudía a un instituto en el que el 99% de los alumnos eran de origen semita, y no pudiendo soportar sentirse ignorado, no se le ocurrió otra cosa para llamar la atención que ir gritando por los pasillos «Sieg Heil, matemos a los judíos», hasta que fue expulsado. Nunca terminó sus estudios.
Cuando tenía 17 años murió su padre, dejándole por toda herencia unos cheques de la seguridad social —que cobró fraudulentamente— y un reloj. Ellroy se creyó los eslóganes e ingresó en el ejercito «para matar comunistas y follar con muchas mujeres», pero el ambiente castrense le deprimió y fingió que sufría una crisis nerviosa, correteando desnudo por el campamento para conseguir que lo echaran. Los siguientes años los pasó alternando entre vagar por la ciudad bebiendo, drogándose y aficionándose de nuevo al allanamiento de morada (principalmente para oler ropa interior femenina), mientras trabajaba de caddie en el campo de golf del prestigioso Hillcrest Country Club. Finalmente, a los 27 años, alcohólico y cocainómano, tuvo un colapso y tuvo que ser hospitalizado, diagnosticándosele síndrome cerebral post-alcohólico.
Ellroy dejó de beber gracias a múltiples sesiones en Alcohólicos Anónimos, pero durante tres años continuó drogándose para «seguir en órbita», y siguió ejerciendo de caddie hasta la publicación de su quinto libro, momento en el cual comenzó a ganar suficiente dinero y encontró «la fuerza para serenarme y dedicar mi vida a la escritura».
Aparte de por la calidad de su trabajo, sus primeros años como escritor se caracterizan por un constante esfuerzo autopromocional; Ellroy disfrutaba con su pose de chico duro, contando anécdotas de su turbulenta adolescencia y dejando en su contestador mensajes como «Soy James Ellroy, guau, guau, el perro loco de la literatura americana». Una vez más «era una manera de llamar la atención». Ahora contempla esta etapa de su vida sin ninguna condescendencia («Era un mierda patético, un ladrón idiota e incapaz que llevaba el pelo corto en el 68. ¡Ni siquiera eché un polvo durante el verano del amor!»), aunque eso no quiere decir que no la acepte, «pues es lo que me ha permitido convertirme en lo que soy: un buen escritor».
Foto: Marion Ettlinger.
Diseños de Chip Kidd y fotografías del no menos brillante Thomas Allen
para la reedición más reciente de la trilogía de Lloyd Hopkins.
Sus tres siguientes libros, sin embargo (Sangre en la luna, A causa de la noche y La colina de los suicidas; ojo con el orden, porque en la edición española la tercera aparece erróneamente anunciada como la segunda), desarrollan sus tramas en el primer lustro de los ochenta, y juntas conforman la trilogía del sargento Lloyd Hopkins. En ellas, Ellroy acaba de curtirse como escritor, consiguiendo una envolvente sensación de misterio y tensión de la primera a la última página. En todo caso, la trilogía, admite el autor, está compuesta de historias lineales y relativamente sencillas. El mismo Hopkins queda lejos en la memoria de Ellroy: «Lloyd Hopkins es un buen personaje, pero ya no siento mucho apego por él. Era grosero y muy nervioso, como yo en aquel momento».
Sangre en la luna, además de adaptarse al cine como Cop, con la ley o sin ella (dirigida por James B. Harris, protagonizada por James Woods y Lesley Ann Warren, y desdeñada por el escritor, que prefiere cosas como Retorno al pasado, El padrino o Uno de los nuestros) se erige en máximo exponente de otra de las grandes obsesiones de Ellroy: la dualidad. En casi todas sus novelas hay dos personajes que, en mayor o menor medida, recorren caminos paralelos, habitualmente bordeando un abismo al que uno de los dos habrá de caer: sea el alcoholismo terminal (el protagonista de Réquiem por Brown consigue dejar de beber; su mejor amigo muere de cirrosis), la obsesión sexual (tanto Hopkins como el psicópata al que persigue sufren un trauma sexual y viven de acuerdo a unas mismas pautas, sólo que uno es policía y el otro asesina mujeres) o la corrupción.
Foto: Ted Thai / Life.
En 1988 llegó El gran desierto. Con la caza de brujas como telón de fondo, Ellroy inaugura su estructura de a tres (es decir, tres protagonistas que siguen tres líneas de investigación diferentes que se entrecruzan para acabar coincidiendo) y difumina la raya de separación entre los policías corruptos y los no corruptos, que son los que no se detendrán ante nada, ni siquiera ante la ley, para conseguir sus objetivos, que por muy razonables que sean no justifican tamañas orgías de violencia como las que provocan. En el mismo sentido giran L.A. Confidencial y Jazz blanco, sólo que en esta última Ellroy cambia de estilo hacia una prosa mucho más sincopada, desnuda y seca (en consonancia con sus argumentos, progresivamente más salvajes). Añadir, si acaso, que en Jazz blanco continúa el enfrentamiento entre Ed Exley y Dudley Smith iniciado en L.A. Confidencial, ya que, a diferencia de lo que pasa en su por lo demás estupenda adaptación fílmica, Smith no moría en la novela.
En 1993 apareció Dick Contino’s Blues [publicado este mismo año en España como Noches en Hollywood], una recopilación de cuentos en la que, pese a encontrarse alguna que otra joya, el nivel no pasa de aceptable y se demuestra de forma palpable que Ellroy rinde mejor en las distancias largas. Su siguiente paso fue América, elegida mejor novela de 1995 por la revista Time.
Más diseños de Chip Kidd para las ediciones norteamericanas de Ellroy.
Sin embargo, antes de pasar al segundo volumen, Seis de los grandes, Ellroy escribió Mis rincones oscuros, una fascinante obra en la que conjuga biografía, especulación e investigación, y en la que, 38 años después, intenta resolver el asesinato de su propia madre, no a través de subterfugios de ficción como La Dalia Negra, sino directamente con la ayuda de un detective privado. Un viaje una vez más a las alcantarillas de L.A. pero también una inmersión en el alma de un hombre.
Un alma, insiste él, no demasiado torturada. Actualmente Ellroy disfruta de una vida tranquila con su segunda esposa y su bull-terrier en un barrio residencial muy tranquilo y muy limpio, republicano, rico y con mayoría blanca («Cuando los vecinos sacan a pasear a los perros incluso puedes acariciarlos»). Escucha música clásica y ve combates de boxeo en la tele, se declara básicamente conservador y dice que prefiere pecar por exceso de autoridad que de escasez: «Después de la vida que me ha tocado vivir le tengo miedo al desorden». Quién lo diría.
Publicado originalmente en Más Libros nº 3. Mayo 1998
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